Ceci Egan (Italia)
UWC Adriatic (1995-1997)
He pasado mucho tiempo pensando qué es lo que hace que la experiencia en un UWC sea distinta a cualquier colegio internacional o a cualquier programa de intercambio. Para variar, mi respuesta (“un conjunto de detalles casi imposible de enumerar”) no logra satisfacer a nadie que esté interesado en saber cómo funcionan las cosas en estos colegios. Se podría argumentar que, en cualquier caso, el estudiante puede aprender varios idiomas o tener una experiencia académica intensa, o de cualquier modo puede conocer gente increíble y diversa. Pero hay algo más. Algo casi intangible que no se limita a lo académico o a lo social.
Antes de irme a Italia me fascinaba la historia. Páginas impresas de anécdotas que cambiaron el mundo, lugares inmortales, fechas eternas, personajes icónicos. Pero en cierto modo, la historia, al menos en mi cabeza, se limitaba a eventos lejanos que parecían no tocarme. Hasta que llegué a Duino. Hasta que caminé por las viejas vías del tren, justo detrás del Colegio, por donde pasó Hemingway durante la Primera Guerra Mundial. Fue ahí donde comprendí el poder de la lluvia al que tanto aludía el escritor en Adiós a las armas. A partir de ese momento, la historia se transformó en el día a día, en los cuentos que compartía con gente de mi edad. La carta (porque eso de los emails era todavía semi-ciencia-ficción) que recibió mi amiga de Ruanda, donde su mamá le contaba que todos estaban bien, aunque esperaban pronto una hambruna de las buenas. O la llamada telefónica que recibió una compañera serbia donde su papá le decía que una bomba acababa de volar el techo de su casa. O la visita al campo de refugiados de los Balcanes donde intentábamos jugar con niños que ya no miraban como niños. O cuando mi amigo eslovaco me contó de la primera vez que usó un bluejean, traído por su tío de Alemania. «¡Imagínate, Ceci, era la envidia de todos en el colegio porque tenía un Levi’s!». De haber estado en Caracas, probablemente no habría captado la importancia histórica de la muerte de Yitzhak Rabin. Pero ver a mis compañeros judíos llorar por la muerte de un político, escuchar de sus bocas lo que eso significaba para ellos y, más importante aún, ver cómo otros compañeros árabes los consolaban, es una imagen que dudo pueda ser traducida en papel por un historiador. Y muchos otros detalles, menos trágicos o menos trascendentales. Tratar de explicarles a mis compañeras de cuarto holandesa y gringa qué era un control de cambio, cuando apenas comenzaba a balbucear el inglés. Debatir a muerte con los colombianos sobre el origen (venezolanísimo, ¡sin duda alguna!) de la arepa. Escuchar la intrincada explicación sobre las posibles nomenclaturas y las diferencias entre la gente de Gran Bretaña, Reino Unido, Inglaterra, sin meter en el mismo paquete -Dios nos guarde- a Escocia, Gales e Irlanda. Presenciar un mano a mano entre polacos, rusos y bielorrusos para comprobar quién aguantaba más vodka. Ver alucinados, venezolanos, malayos y kenianos por igual, cómo caía la nieve. Hacer Ramadán, celebrar Yom Kippur, festejar el año nuevo chino, todo en un mismo año…
Después de mis dos años en un UWC, ver las copas de fútbol o las Olimpiadas, o leer las noticias de países remotos no es lo mismo. Cada equipo, cada reportaje tiene la cara de un amigo. ¿Sucede lo mismo cuando uno se va de intercambio, o cuando uno estudia en un colegio internacional común? No lo sé, pero sospecho que no.